viernes, 22 de junio de 2012

La sangrienta belleza…




Cuando terminé de leer el ensayo que la poeta argentina Alejandra Pizarnik escribió apropósito del libro La condesa Sangrienta, de Valentine Penrose, basado en la vida de la Erzébet Báthory  que supuestamente asesino a 650 jóvenes, quedé atrapada en una puesta en abismo, donde ahora yo, quería hablar del ensayo de Alejandra Pizarnik quién deambuló por libro La condesa sangrienta, elucubrado o alucinado por Valentine Penrose,  de la vida de una aristócrata demente y cruel llamada Erzébet Báthory que aseguran mató a 650 jóvenes para conquistar la juventud.  Quizá por la sensación claustrofóbica que me produjo entre líneas la prosa de Pizarnik al hablar de cómo otra mujer interpretaba la existencia de una mujer extremadamente singular, que vivió en el medioevo un mundo subterraneo, imposible de abarcar sino se sumerge uno un poco en la locura o en la idea de mitificar.
     ¿Abigarrada?, no puede ser de otra forma la demencia de la belleza extrema, sí esa que sólo goza el que la produce, el que la consume, el que la disfruta porque en ella encuentra el espejo de sí mismo. Terrible es, ciertamente, matar, descuartizar, torturar, bañarse en sangre, desollar; insólito parece que pudiera tener cómplices y hasta facilitadores para el sadismo, e increíble resulta que alguien pueda hablar de ello concentrándose exclusivamente en “la belleza convulsiva del personaje”.
     Entonces me pregunto ¿por qué nos atrae el abismo del otro? ¿Por qué nos seduce el mal evocado, no el del demonio cuya naturaleza es esa, sino la del hombre, cuya naturaleza se domestica para asemejarla a los buenos dioses? ¿Por qué abrimos los ojos, desmedidamente, ante la perversión del otro y despertamos de nuestro apático vivir?  ¿Por qué, morbosamente, nos deslizamos sin emitir sonidos para observar la palidez legendaria de una condesa que vivió entre sombras, con sus ojos dementes, con “los cabellos del color suntuoso de los cuervos?
     Me quedo perpleja, me asusto también, dándome cuenta que no es morbosidad lo que me acerca al personaje y a quienes hablan de él, sino todo aquello que le rodea, todo ese artificio, esa elegancia cruel, esa sofisticación  de un sadismo construido en el más puro egoísmo, en el más pleno deleite personal. Y tiemblo, porque al mirarla, o mirarlas (ya en el juego especular todas se vuelven imágenes unísonas de un salón de espejos), me sumo a esa “sombría ceremonia […] de espectadora silenciosa.” Sí, aquí el silencio es reiterativo y hasta obligatorio, porque si digo algo me comprometo, me identifico…
     Repaso lentamente cada fragmento de la historia recompuesta, cada imagen que devuelve la poesía ahí donde por pudor no debería haberla. Soy seducida y defino su melancolía: no saber distinguir ya el adentro del afuera. No encontrar los límites, no desearlos más, o quizá, no necesitarlos porque ya no hay más ojos ni voz que los propios. No existe quien juzgue, no existe simplemente nadie más.  ¿Será la verdadera libertad entre los otros?
     Pero ni Pizarnik ni Penrose ni yo, debo asumirlo, admitimos una simpatía abierta  después de imaginar la vida de una condesa repleta—otra vez de ese maldito— “silencio constelado de gritos en donde todo es la imagen de una belleza inaceptable”. Y con la cabeza baja aceptamos la sentencia final del ensayo de Alejandra: “Ella es una prueba más de que la libertad absoluta de la criatura humana es horrible”.  Con esa frase cruel, como un grillete al cuello, en el calabozo hostil de una sociedad puritana y caprichosa, nos vamos a dormir libres de todo espanto…

lunes, 18 de junio de 2012

Reflexión sobre mi insomnio.

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No sé si es buena idea conjurar al insomnio para dejar de tenerlo. No sé si es acertado pensar que el insomnio ayuda a crear bajo el efecto de una somnolencia semejante, desde mi punto de vista, a un transito casi fantasmal entre el tiempo y el espacio.  Quiero decir con ello que deambulamos por donde mismo, haciendo lo de siempre, sin tener conciencia plena de hacerlo o de estar. No somos vivos, ni estamos muertos. No somos ánimas, parecemos, vagando silenciosos, enmudecidos, como si nuestros ruidos insultaran el sueño del otro, la razón del otro o el triste deber de ausentarse unas horas de la modesta vida.
Quizá ellos no entienden, no en ese momento, que su finísima sombra —y aquí tomo prestadas las palabras de Borges— “ha sellado los espejos que copian la ficción de las cosas”, y sin nada que las represente con certeza, vamos cayendo en la duda de todo, incluso de si estoy soñando mi insomnio. Las divagaciones son parte de este estado melancólico, cuidado si se prolonga, puede llevarnos habitar entre intersticios, asomándonos a medias entre la vigila caprichosa y la dureza diurna. De cualquier manera es duro estar con sueños, de sueños, bajo los sueños, por los sueños, como sueños, entre sueños, sin sueños…
Cada cual tiene su insomnio —como una vida— y lo lleva como puede, acostados en la cama dando vueltas a un cuerpo que tal vez ya no quiere ser tuyo. O leyendo con los ojos enrojecidos historias inventadas por las pupilas, que no pueden retener las oraciones y engañan al cerebro con relatos que al día siguiente se desvanecerán. Es posible que todos esos falsos recuerdos sobre lecturas, de autores concretos, nunca se escribieron en realidad y se gestaron en las penumbras de algún insomnio lector. Se puede vagar por la calles, también, como un centinela proscrito observando al caminar otros paisajes acaso los verdaderos; beber una copa tras otra para emborracharlo, sin doblegarlo, pues sigue ahí como una puerta abierta que deja pasar a todos y a todo.
Entonces, sin remedio, tomamos más conciencia de las cosas porque estamos con nosotros mismos, sin intrusos, sin rutinas, sin el reconfortante sonido de los otros. Solos, entre pensamientos diluyéndose en cavilaciones, en reflexiones obsesivas o convulsiones mentales. Recomponiendo cosas, situaciones y pasados irremediables poniendo a prueba la cordura de una vitalidad lejana. Sí, el insomnio me inquieta, como te inquieta aquel que sabe nombrarte a pesar de tus múltiples máscaras, de tus infinitos uniformes, ese que te llama y sin remedio le respondes. ¿Qué nos dice? ¿Quién lo escucha? ¿Quién desea ser nombrado para exorcizar de una vez a sus demonios?
Qué sabe nadie, hoy escribo bajo los efectos de su sombra, bajo la nostalgia de un ayer donde los hombres sólo iban a dormir, sin exigirse nada más que un sueño tranquilo disolviéndolos en la realidad de la noche.

miércoles, 13 de junio de 2012

Lo cotidiano, maravilloso...




Mientras rebuscaba en mi cabeza, entre mis libros alguna idea para esta columna, me di cuenta que debía poner en orden mis libreros porque nunca localizo nada cuando lo estoy buscando, y porque la verdad, ya están hechos un caos donde hay  más  libros sobre libros. Eso hacía cuando di con un apartado escondido —por supuesto al fondo— de pequeños volúmenes, de diferentes editoriales, todos dedicados a temas de la cotidianeidad o por lo menos a mí así me lo parecen.
Ocupada en otros menesteres de la vida había olvidado cuanto me gusta leer y recolectar este tipo de lecturas. Lecturas que me hablan de los placeres sencillos de la vida cotidiana, de los conflictos que tenemos con los objetos que usamos a diario y las reflexiones sobre cómo aprovecharlos mejor. Y ahí estaban esos bellos tratados sobre el té, las frutas exóticas o el desayuno. Otros tantos sobre el arte de matar moscas o los inagotables beneficios de la siesta, uno más sobre los zapatos. Encontré, entre el desorden, un hermoso ejemplar sobre La melancolía de los sastres de  Charles Lamb, quién además habla, en ese mismo texto, de los borrachos, los mendigos, para luego dedicar su prosa a la porcelana, un delicada visita a los oficios–vicios, digo mendingar también tiene su arte. Para luego detenerme en Elogio de la mano de Henri Focillon, una emotiva evocación al gusto por las manos, que más allá de un fetichismo fallido, el autor se centra en evidenciar la importancia de esta parte de nuestro todo, punto fundamental de sus intereses, confiriéndoles una independencia maravillosa, como Borges a sus objetos favoritos en aquel poema, homenaje a todos ellos, cuyo nombre no recuerdo (upss!!). Debe disculparme el lector, recuerde que estaba en medio de un montón de polvo y libros, caos personal, anonadada por un descubrimiento, que no era tal, ya sabía de sus existencia, pero que resultó serlo pues todo lo que se olvida y luego se recuerda es un presente renovado.
Cabe decir que en cuanto comencé a releer El arte de ponerse la corbata de M. Émile, Barón de l’Empesè, claudiqué a todo intento de hacer limpieza y en medio de un caos, a un mayor, me abandoné a la lectura de ese librito maravilloso con láminas de época (1832). Así que sin más, ya sé de corbatas collar de caballo, corbata a lo Birón o sobre la corbata sentimental.  Descubrí la corbata matemática, la perezosa, la calavera, la criminal, la americana, la rusa.  Todo un manual para el caballero refinado en el vestir pero sobre todo que sabe llevar una corbata. Obra que las mujeres debemos leer también pues no podemos permitir que él vaya por ahí haciéndose el sentimental cuando debería llevar una corbata con nudo a la Fidelidad si es casado. Divertidísimo.
Así me di cuenta de lo maravilloso de lo cotidiano, que asalta al hombre repentinamente —limpiando libreros, por ejemplo—, restableciendo su asombro ahí donde pensábamos que ya no estaba: en la escoba, en la mano, en la corbata, en el desayuno, en el aroma del café, del té o el chocolate Por ello no puedo dejar de lado a Balzac con su pequeño Tratado de los excitantes modernos donde cuenta los experimentos ingleses a los que fueron sometidos ciertos prisioneros, obligando a uno a llevar un dieta sólo de chocolate y a otro sólo de té. Los resultados son por demás “fantásticos”. Sí, lo maravilloso de lo cotidiano es el estimulante más poderoso, quién no quisiera escribir una historia después de tan sesudas y extravagantes cavilaciones. Esto me lleva a pensar que en la realidad, a la cual siempre incomodamos, hay más de un intersticio por donde pasa la ficción de la vida, esa que es la suma de todos nosotros.