Mientras rebuscaba en mi cabeza, entre mis libros
alguna idea para esta columna, me di cuenta que debía poner en orden mis
libreros porque nunca localizo nada cuando lo estoy buscando, y porque la
verdad, ya están hechos un caos donde hay
más libros sobre libros.
Eso hacía cuando di con un apartado escondido —por supuesto al fondo— de
pequeños volúmenes, de diferentes editoriales, todos dedicados a temas de la
cotidianeidad o por lo menos a mí así me lo parecen.
Ocupada en otros menesteres
de la vida había olvidado cuanto me gusta leer y recolectar este tipo de
lecturas. Lecturas que me hablan de los placeres sencillos de la vida
cotidiana, de los conflictos que tenemos con los objetos que usamos a diario y
las reflexiones sobre cómo aprovecharlos mejor. Y ahí estaban esos bellos
tratados sobre el té, las frutas exóticas o el desayuno. Otros tantos sobre el
arte de matar moscas o los inagotables beneficios de la siesta, uno más sobre los
zapatos. Encontré, entre el desorden, un hermoso ejemplar sobre La melancolía de los sastres de Charles Lamb, quién además habla, en
ese mismo texto, de los borrachos, los mendigos, para luego dedicar su prosa a
la porcelana, un delicada visita a los oficios–vicios, digo mendingar también
tiene su arte. Para luego detenerme en Elogio
de la mano de Henri Focillon, una emotiva evocación al gusto por las manos,
que más allá de un fetichismo fallido, el autor se centra en evidenciar la
importancia de esta parte de nuestro todo, punto fundamental de sus intereses, confiriéndoles
una independencia maravillosa, como Borges a sus objetos favoritos en aquel
poema, homenaje a todos ellos, cuyo nombre no recuerdo (upss!!). Debe
disculparme el lector, recuerde que estaba en medio de un montón de polvo y
libros, caos personal, anonadada por un descubrimiento, que no era tal, ya
sabía de sus existencia, pero que resultó serlo pues todo lo que se olvida y
luego se recuerda es un presente renovado.
Cabe decir que en cuanto
comencé a releer El arte de ponerse la
corbata de M. Émile, Barón de l’Empesè, claudiqué a todo intento de hacer
limpieza y en medio de un caos, a un mayor, me abandoné a la lectura de ese
librito maravilloso con láminas de época (1832). Así que sin más, ya sé de
corbatas collar de caballo, corbata a lo Birón o sobre la corbata
sentimental. Descubrí la corbata
matemática, la perezosa, la calavera, la criminal, la americana, la rusa. Todo un manual para el caballero
refinado en el vestir pero sobre todo que sabe llevar una corbata. Obra que las
mujeres debemos leer también pues no podemos permitir que él vaya por ahí
haciéndose el sentimental cuando debería llevar una corbata con nudo a la
Fidelidad si es casado. Divertidísimo.
Así me di cuenta de lo maravilloso
de lo cotidiano, que asalta al hombre repentinamente —limpiando libreros, por
ejemplo—, restableciendo su asombro ahí donde pensábamos que ya no estaba: en
la escoba, en la mano, en la corbata, en el desayuno, en el aroma del café, del
té o el chocolate Por ello no puedo dejar de lado a Balzac con su pequeño Tratado de los excitantes modernos donde
cuenta los experimentos ingleses a los que fueron sometidos ciertos prisioneros,
obligando a uno a llevar un dieta sólo de chocolate y a otro sólo de té. Los
resultados son por demás “fantásticos”. Sí, lo maravilloso de lo cotidiano es
el estimulante más poderoso, quién no quisiera escribir una historia después de
tan sesudas y extravagantes cavilaciones. Esto me lleva a pensar que en la
realidad, a la cual siempre incomodamos, hay más de un intersticio por donde
pasa la ficción de la vida, esa que es la suma de todos nosotros.
1 comentario:
Me pareció muy bueno. Mónica
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