Hace unos días
decidí hacer un pequeño recorrido por los lugares de mi infancia. Quizá, como
dicen, cuando uno entra a otra etapa de vida el recuerdo del ayer se vuelve más
fuerte, las imágenes del pasado se visualizan con más detalles, aquello olvidado de pronto aparece así, sin
avisar, despertando una nostalgia que no puede pasar desapercibida. O qué sabe
nadie por qué nos entra ese deseo de estar donde antes hemos estado…
Una emoción particular, de esas que provocan
mariposas en el bajo vientre, se suscitó en mí y decidí ir a la vieja colonia —yo
viví en los 70 en la Moderna, los que conocen Guadalajara ubicarán inmediatamente
ese pedazo de historia—. Comencé a
evocar la calle de Francia con sus viejos árboles de tabachines, las aceras
amplias, la pequeña glorieta al final de la calle con una palmera gigantesca
desentonando con el resto de la vegetación. Todos decían que estaba ahí porque
sobró de la glorieta mayor —rodeada de palmeras—, con una fuente portentosa y era el símbolo de la
colonia. Recordé, a su vez, la tienda de la esquina de la calle de Alemania, a
unos cuantos metros de la casa de Agustín Yañez, donde en ese tiempo vivía una
familia —nunca supe si parientes o no del escritor— y tenían una hija extraña,
nunca llegó a ser mi amiga porque yo me negué a decapitar a mis muñecas cuando
ella me lo pidió. También repetí mentalmente la ruta que hacía a pie todos los martes y jueves para tomar mis
lecciones de piano en la calle de España, y cómo alguna vez desafié a mi madre
y salí de los linderos de la colonia para llegar hasta Chapultepec.
Caí en la cuenta, que pese a vivir muy cerca
del Canal 4, de convivir con esa
inmensa antena rojiblanca, que se sembró ahí como un árbol más y jamás perturbó
nuestro paisaje —de noches sus luces nos recordaban siempre la Navidad—, nunca
estuve en ningún programa en vivo. Ni cuando Chabelo o Cepillín fueron hacer un
show especial a la ciudad. Tal vez tener tan próximo algo te impide desearlo
verdaderamente, talvez si no se hace la inmensa travesía para llegar al lugar
ansiado no tiene ninguna recompensa, qué sé yo: nunca fui o nunca quise ir.
Sólo disfruté la programación matutina sin perderme nunca un capítulo de Señorita Cometa, Monstruos del Espacio —aterrorizada por Rodak y los Uyuyuy— y por supuesto el mejor de todos: Astro boy.
La casa de infancia siempre es recurrente en
mis sueños: grande, con dos patios al fondo, con un jardín lleno de flores y
plantas, junto a esa chayotera que puso mi nana e invadió todo. Mi recámara
circular que daba a la calle con ese balcón tan peligroso como sugerente, con
esos ventanales hasta el piso, con esa arquitectura de los cincuenta que aún
ahora persigo con los ojos cuando voy a cualquier parte. La escalera de piedra
negra tan moderna con ese techo alto, con un tragaluz que de lada un halo de
pasadizo a otra dimensión; la sala vetada para los niños porque ahí había toda
clase de aparatos electrónicos para oír música, inmensos como los robots de los
libros de Ciencia ficción que leía mi padre en el solar. Sí, fui ahí muy feliz
entre mis perros y la boa de la vecina—la compraron para acabar con los
roedores— a la cual nos acostumbramos todos y la veíamos pasar silenciosa, o la
descubríamos camuflada entre el árbol de guayabas y el arrayán. Nunca nos
atacó, incluso la llegamos a tocar —fría como un pedacito de hielo en el verano—,
pero desapareció de pronto, tal vez alguien ajeno a nuestro pequeño espacio de
convivencia la mató amenazado por su enorme boca.
Ahora que lo pienso todos éramos excéntricos en esa calle. Los viejitos
que se sentaban en el portal de su casa para vigilar sus rosales, siempre
bebiendo refrescos de limón y pastitas de almendras, o la vecina de enfrente
una solterona llena de criados varones. Todos nos llegamos a conocer muy bien,
cuatro casas de cada lado de la acera, cuatro casas condenadas como nosotros al
paso del tiempo. Cuatro casas que vieron morir a los viejitos, a la vecina
gritona, a la boa —seguramente—, a mis fox terrier. Cuatro casas, una frente a
otra que observaron como se desquebrajaban sus muros, se oxidaban sus tuberías,
se avejentaba sin perder el glamour de casas modernas. Ellas se quedaron ahí,
no pudieron marcharse cuando lo inevitable pasa, cuando la decadencia se
aproxima orillándonos a migrar a espacios más nuevos.
Y toda esa añoranza de ir a revivir esos recuerdo me pegó de golpe en
todo el cuerpo. Me trajo sensaciones, aromas e imágenes sucesivas, en carrera
vertiginosa por volver a sentir, aunque fuera un instante, aquella niñez. Me subí al coche, arranqué como si
llevara alguna urgencia postergada por mucho tiempo. Conduje con esa felicidad
que provocan los encuentros anhelados. Pero finalmente no llegué a mi destino.
Me detuve unas calles antes cuando desde lejos vi que la glorieta mayor ya no
tenía palmeras, la fuente estaba apagada, las casas de las calles colindantes
era tiendas u oficinas. El ruido del tráfico era feroz y la gente ya no miraba
a la otra gente. Doblé en la esquina y regresé a casa, no quería que mi
recuerdo ahora tan vívido, tan tangible en mi memoria encontrará uno nuevo
ajeno al pasado que yo quiero preservar.
Ahora entiendo porque nunca fui a ningún programa en vivo al canal 4,
porque siempre rehúyo a las
certezas cotidianas: me gusta imaginar. Y no importa si restituyo el pasado de
otra forma, o me aferro a mirar otro presente, o voy tejiendo un futuro nada
probable: me gusta imaginar. Y
ahora imagino que esa calle donde habité mi infancia sigue suspendida tal como
la recuerdo, como un paréntesis melancólico en medio de la inevitable
decrepitud de los hombres, de las colonias, de las ciudades…