Cada nuevo año me pregunto ¿a dónde va el tiempo que hemos gastado? ¿Qué se hace, si se convierte en recuerdo esto nos indica que ahí vive en un tiempo que es permanente mientras vivamos para recordarlo? La vida es finita, nosotros, la llevamos en la espalda y sabemos que no iremos más allá de lo que las tres parcas no han dado de hilo. Después de eso ¿qué? ¿Seremos, acaso, almanaques personales almacenando día tras día hechos extraordinarios, anodinos o cotidianos? Y estos libros que cuentan nuestros años ¿irán a parar a alguna enorme biblioteca como la imagino Borges, una biblioteca astral, celestial, laberíntica, mística, ordinaria, mutante?
De cualquier manera, cómo sea que sea, a donde vaya o no el tiempo, a pesar de inventar relojes, calendarios u otras extrañas maneras de medirlo, pesarlo, analizarlo, comerlo o besarlo. Los años son ese tiempo que nos hemos permitido para abrirnos la vida a múltiples oportunidades e infinitos deseos, éstos últimos son gratis y no van ligados al reloj de la mano.
Dejemos, ahora, que comienza un año más, a nuestro cuerpo y a la adrenalina de lo nuevo, de la incertidumbre de lo que se despliegan con todas su posibilidades, nos rejuvenezca, y así como cada año nos hacemos más viejos, ¿por qué no a cada inicio de uno no podemos sentirnos un poco más jóvenes? Los años no hacen ningún ruido. Están ahí y actúan. Esperemos a sorprendernos con su performance…