No sé si algo
tuvo que ver el elipse lunar del 28 de noviembre o sí hay eclipses personales.
Así, como si uno fuera también un montón de constelaciones sin ton ni son que
de pronto deciden alinearse o no, hacer pequeñas alianzas o ir contra toda
predicción y dislocarnos la vida. Llegan de pronto, oscurecen todo y uno tiene
la sensación de estar, otra vez, ante un inminente desastre, ante un breve pero
intenso fin de mundo.
A todos nos ha pasado, esas rachas que nos
hacen pensar si el karma existe, o si es una invención más para arrastrarnos
con esa consigna de resignación y seguir adelante. Sin embargo, a veces ya no queremos seguir, se vale
claudicar, se vale decir: paso, y sentarnos a ver como se desmorona todo. Sin
llegar a ser masoquistas es delicioso darse por vencido por unos instantes
aunque sea, dejar que una Apocalipsis nos caiga encima, deleitarnos en ese
desgarramiento mental, que de tan negativo apaga la luz—literalmente—, te deja
a ciegas mirando un cielo eclipsado. Eres un cavernícola ancestral: solo, sin
dioses, sin noción de tiempo, tan primitivo como una evocación equivocada en el
contexto de la evolución de un creador intuitivo. Sientes, simplemente sientes,
entonces descubres que estás más vivo que nunca y puedes ir hacia delante: se
asoma un futuro mientras se despeja la negrura del eclipse.
El pasado, las cargas ajenas o ganadas a pulso,
los afectos mal entrañados, la frustración, la guerra cuerpo a cuerpo
desdoblada en los otros, la miseria sentimental, la mezquindad de los que se
ganan todo reptando y quieren más, la condena de no saber decir no, la
necesidad de agradar en la comitiva social que nos lanza al aislamiento
personal, el ego desmedido de esa figuras que se autoerigen como maestros o
Mesías, todo eso y más —agregue lo que quiera porque no quiero abrumarlo— que
se vaya al oscuro fin del mundo, y sí, que se acabe, que se hunda en los anales
de la historia, quede ahí como una fugas locura.
Es el fin de ese momento mundo.
Por eso estoy tranquila, no pienso en los mayas
que anuncia el término inminente de una era, de un ciclo, de la humanidad con
dimensiones catastróficas, porque el fin siempre es en realidad un principio.
Ahora que he superado ese eclipse que me hizo dudar de mi, de ti, de
todos; que me lanzó al limite de un abismo cuyo fondo era tan negro como mis
intensiones de no continuar adelante, me digo: esa que era yo ahora es otra, no
sé si mejor, es diferente. Y ¿acaso esa Apocalipsis no es la ideal? Destruir un
yo anterior, renovarse a pesar de llevar el mismo traje puesto; porque si bien
no podemos mudar de piel sí de hábitos, de vida, de pensamientos e inventarnos
otro mundo, quizá lleno de lo mismo, pero con esa candidez que brinda la esperanza
de hacer las cosas de otra manera.