lunes, 17 de junio de 2013

El desprendimiento de una casa.






Llevo un mes desmantelando la casa paterna. Después de la muerte de mi madre quedó como el único espacio de una historia familiar tan accidentada como cualquier otra. Mis hermanos y yo, por razones que cada uno conoce y despliega para sí mismos, la destinamos a la inmovilidad, desterrada de habitantes que subieran y bajaran por la escalera, sin gente que durmiera de noche en sus habitaciones, sin tocar el piano, sin prender la fuente, sin sentarse en las macizas mecedoras mientras se contempla el jardín que ahora está lleno de bugambilias. Quizás porque podíamos decir aún: voy a la casa de mis padres, pondré esto o aquello en la casa de mis padres, necesito hacer unas diligencias para la casa de mis padres; manteniendo vivo no sólo un recuerdo sino una presencia que nadie se atrevía a cuestionar, existiendo porque nuestra manera de referirnos al espacio los mantenía con vida.
Fue un paréntesis acogedor y relajante, no puedo negarlo, era como tener un lugar al cual ir y sumarnos, mis hermanos y yo, en un ser colectivo, nadie tenía mayor o menor rango de pertenencia o presencia. Reinaba ahí un sentido de igualdad, era terreno neutral, donde a pesar del dolor de la perdida, éramos cobijados equitativamente por el recuerdo. Sin embargo, los espacios de tránsito tienden a desmantelarse, la cotidianidad y su urgencia, la maldita economía y las presiones sociales nos arrancan de los pequeños paraísos infantiles o filiales obligándonos a renunciar a los sitios que nos formaron, nutrieron e hicieron lo que somos. Así, en ese vértigo por concluir un momento histórico, sí, histórico de nuestras vidas, vamos rompiendo fotografías porque ya nadie quiere custodiarlas, regalando libros de otros tiempos, jarrones y vajillas, ya no son prácticas; resolviendo dónde vamos a acomodar cosas que nos duele dejar en manos de extraños que no valorarán —ni tienen por que— su peso sentimental; evidenciando que los muebles ya no caben en ningún lugar por las dimensiones de un ayer donde el espacio no era un lujo como ahora.
Eso y el polvo, como una sentencia agobiante, como cenizas de un pasado muerto que uno se empeña en mantener vivo. Y salen las bolsas de plástico negras, convirtiéndonos en asesinos de nosotros mismos, rompiendo, mutilando para nutrirlas, junto a esas cajas de cartón reciclado que sepultarán en alguna bodega nuestros recuerdos, esos que aún en la mezquindad más burguesa de no poder conservar lo que hemos sido — en aras de construir un futuro con la herencia de los padres—, no queremos desaparecer. Luego está el agotamiento, sacar y sacar objetos, papeles, emociones en pilas interminables que no se sabe dónde colocar o dónde consignar porque nosotros somos los únicos remitentes y destinatarios, no hay más, y debemos—como si fuera un acto de heroísmo— encontrar fuerzas y culminar la tarea del desalojo de la propia historia. No hay manera de hacer un duelo real si delego mi pasado a otro, si le encargo la triste tarea de demoler los recuerdos, los objetos personales.
¡¿Qué vamos hacer con el piano?!
Estoy en ese trance y no sé si saldré completa. Algo de mí morirá: mutilada, rota, abandonada en ese desalojo, en ese vaciar una casa para dejar el cascarón que seguro será demolido para edificar otra. Esta despedida es más una sensación de desprendimiento, de fragmentación. O es un pequeño holocausto incendiario, abrumador, arrasa, me hace perder el control de las emociones y me coloca en un intersticio de espera. Y ahora ¿qué? Ya no está la casa para arroparme esta sensación de huérfana…
He decidido conservar el piano, no sé en que sito lo pondré, no tengo ni idea, igual me obligo a buscar un departamento más grande donde concilie este presente abrumador con el pasado amoroso. En fin, qué sabe nadie, quizá vuelva a las lecciones de piano para no olivar eso que fui y le da sentido a lo que soy.