Llevo un mes
desmantelando la casa paterna. Después de la muerte de mi madre quedó como el
único espacio de una historia familiar tan accidentada como cualquier otra. Mis
hermanos y yo, por razones que cada uno conoce y despliega para sí mismos, la
destinamos a la inmovilidad, desterrada de habitantes que subieran y bajaran
por la escalera, sin gente que durmiera de noche en sus habitaciones, sin tocar
el piano, sin prender la fuente, sin sentarse en las macizas mecedoras mientras
se contempla el jardín que ahora está lleno de bugambilias. Quizás porque
podíamos decir aún: voy a la casa de mis padres, pondré esto o aquello en la
casa de mis padres, necesito hacer unas diligencias para la casa de mis padres;
manteniendo vivo no sólo un recuerdo sino una presencia que nadie se atrevía a
cuestionar, existiendo porque nuestra manera de referirnos al espacio los
mantenía con vida.
Fue un paréntesis acogedor y relajante, no puedo negarlo, era como tener
un lugar al cual ir y sumarnos, mis hermanos y yo, en un ser colectivo, nadie
tenía mayor o menor rango de pertenencia o presencia. Reinaba ahí un sentido de
igualdad, era terreno neutral, donde a pesar del dolor de la perdida, éramos
cobijados equitativamente por el recuerdo. Sin embargo, los espacios de tránsito
tienden a desmantelarse, la cotidianidad y su urgencia, la maldita economía y
las presiones sociales nos arrancan de los pequeños paraísos infantiles o
filiales obligándonos a renunciar a los sitios que nos formaron, nutrieron e
hicieron lo que somos. Así, en ese vértigo por concluir un momento histórico,
sí, histórico de nuestras vidas, vamos rompiendo fotografías porque ya nadie
quiere custodiarlas, regalando libros de otros tiempos, jarrones y vajillas, ya
no son prácticas; resolviendo dónde vamos a acomodar cosas que nos duele dejar
en manos de extraños que no valorarán —ni tienen por que— su peso sentimental;
evidenciando que los muebles ya no caben en ningún lugar por las dimensiones de
un ayer donde el espacio no era un lujo como ahora.
Eso y el polvo, como una sentencia agobiante,
como cenizas de un pasado muerto que uno se empeña en mantener vivo. Y salen
las bolsas de plástico negras, convirtiéndonos en asesinos de nosotros mismos,
rompiendo, mutilando para nutrirlas, junto a esas cajas de cartón reciclado que
sepultarán en alguna bodega nuestros recuerdos, esos que aún en la mezquindad más
burguesa de no poder conservar lo que hemos sido — en aras de construir un
futuro con la herencia de los padres—, no queremos desaparecer. Luego está el
agotamiento, sacar y sacar objetos, papeles, emociones en pilas interminables
que no se sabe dónde colocar o dónde consignar porque nosotros somos los únicos
remitentes y destinatarios, no hay más, y debemos—como si fuera un acto de
heroísmo— encontrar fuerzas y culminar la tarea del desalojo de la propia
historia. No hay manera de hacer un duelo real si delego mi pasado a otro, si
le encargo la triste tarea de demoler los recuerdos, los objetos personales.
¡¿Qué vamos hacer con el piano?!
Estoy en ese trance y no sé si saldré completa. Algo de mí morirá:
mutilada, rota, abandonada en ese desalojo, en ese vaciar una casa para dejar
el cascarón que seguro será demolido para edificar otra. Esta despedida es más una
sensación de desprendimiento, de fragmentación. O es un pequeño holocausto incendiario,
abrumador, arrasa, me hace perder el control de las emociones y me coloca en un
intersticio de espera. Y ahora ¿qué? Ya no está la casa para arroparme esta sensación
de huérfana…
He decidido conservar el piano, no sé en que sito lo pondré, no tengo ni
idea, igual me obligo a buscar un departamento más grande donde concilie este
presente abrumador con el pasado amoroso. En fin, qué sabe nadie, quizá vuelva
a las lecciones de piano para no olivar eso que fui y le da sentido a lo que
soy.