Cuando
terminé de leer el ensayo que la poeta argentina Alejandra Pizarnik escribió
apropósito del libro La condesa
Sangrienta, de Valentine Penrose, basado en la vida de la Erzébet
Báthory que supuestamente asesino
a 650 jóvenes, quedé atrapada en una puesta en abismo, donde ahora yo, quería
hablar del ensayo de Alejandra Pizarnik quién deambuló por libro La condesa sangrienta, elucubrado o
alucinado por Valentine Penrose,
de la vida de una aristócrata demente y cruel llamada Erzébet Báthory
que aseguran mató a 650 jóvenes para conquistar la juventud. Quizá por la sensación claustrofóbica
que me produjo entre líneas la prosa de Pizarnik al hablar de cómo otra mujer
interpretaba la existencia de una mujer extremadamente singular, que vivió en
el medioevo un mundo subterraneo, imposible de abarcar sino se sumerge uno un
poco en la locura o en la idea de mitificar.
¿Abigarrada?, no puede ser de otra forma la
demencia de la belleza extrema, sí esa que sólo goza el que la produce, el que
la consume, el que la disfruta porque en ella encuentra el espejo de sí mismo. Terrible
es, ciertamente, matar, descuartizar, torturar, bañarse en sangre, desollar;
insólito parece que pudiera tener cómplices y hasta facilitadores para el
sadismo, e increíble resulta que alguien pueda hablar de ello concentrándose
exclusivamente en “la belleza convulsiva del personaje”.
Entonces me pregunto ¿por qué nos atrae el
abismo del otro? ¿Por qué nos seduce el mal evocado, no el del demonio cuya
naturaleza es esa, sino la del hombre, cuya naturaleza se domestica para
asemejarla a los buenos dioses? ¿Por qué abrimos los ojos, desmedidamente, ante
la perversión del otro y despertamos de nuestro apático vivir? ¿Por qué, morbosamente, nos deslizamos
sin emitir sonidos para observar la palidez legendaria de una condesa que vivió
entre sombras, con sus ojos dementes, con “los cabellos del color suntuoso de
los cuervos?
Me quedo perpleja, me asusto también, dándome
cuenta que no es morbosidad lo que me acerca al personaje y a quienes hablan de
él, sino todo aquello que le rodea, todo ese artificio, esa elegancia cruel, esa
sofisticación de un sadismo construido
en el más puro egoísmo, en el más pleno deleite personal. Y tiemblo, porque al
mirarla, o mirarlas (ya en el juego especular todas se vuelven imágenes unísonas
de un salón de espejos), me sumo a esa “sombría ceremonia […] de espectadora
silenciosa.” Sí, aquí el silencio es reiterativo y hasta obligatorio, porque si
digo algo me comprometo, me identifico…
Repaso lentamente cada fragmento de la historia
recompuesta, cada imagen que devuelve la poesía ahí donde por pudor no debería
haberla. Soy seducida y defino su melancolía: no saber distinguir ya el adentro
del afuera. No encontrar los límites, no desearlos más, o quizá, no
necesitarlos porque ya no hay más ojos ni voz que los propios. No existe quien
juzgue, no existe simplemente nadie más.
¿Será la verdadera libertad entre los otros?
Pero ni Pizarnik ni Penrose ni yo, debo
asumirlo, admitimos una simpatía abierta
después de imaginar la vida de una condesa repleta—otra vez de ese
maldito— “silencio constelado de gritos en donde todo es la imagen de una
belleza inaceptable”. Y con la cabeza baja aceptamos la sentencia final del
ensayo de Alejandra: “Ella es una prueba más de que la libertad absoluta de la
criatura humana es horrible”. Con
esa frase cruel, como un grillete al cuello, en el calabozo hostil de una
sociedad puritana y caprichosa, nos vamos a dormir libres de todo espanto…
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