Me han preguntado: ¿por qué los peces? Quizá este texto que escribí hace tiempo les conteste...
Asunto de pez.
Desde la cama lo veía ir y venir sobre el azul celeste del muro. Ahí estaba su pez dorado, brillando displicente, con una cola llena de pliegues. Él se sabía observado. Su ego le obligaba entonces a moverse con lentitud para que Carolina lo admirara como una bala de oro que buscaba herir cualquier superficie. Además ese pez era un secreto, por eso siempre Carolina, antes de salir de su habitación, le suplicaba que se mantuviera detrás del armario: "No salgas, espérame aquí."
Y así le iba la vida. Cuando llegaba del colegio se refugiaba inmediatamente en su habitación para contarle a su pez dorado toda la faena inmunda del colegio. Para decirle que tenía otros amigos peces escondidos entre los árboles y entre los pupitres: "tú sabes, peces de tierra y peces de escuela". Eso no era verdad, sólo lo decía para que el pez se deslizara por el muro con sus ojos llenos de océano celoso. Pero aquel momento de incertidumbre duraba poco, luego de un rato se reconciliaban y conversaban largamente.
Su madre encontró extraño aquel aislamiento, ese encerrarse y tumbarse en la cama para mirar un muro azul celeste, ese hablar bajito como si la voz se la hubiese tragado una ballena:
-Debe estar enferma, debe estarlo.
Lamentablemente, eso dijo.
Habló entonces con el padre, quien quedó tan consternado y se enojó tanto imaginando que Carolina estuviera enferma, porque ya habían descartado cualquier otra posibilidad.
-Hija, ¿por qué sólo miras ese muro azul? Ahí no hay nada.
Ella se tapó la cabeza con la almohada y no quiso oír la pregunta de su madre. Se limitó a guardarse debajo de las sábanas como su pez dorado detrás del armario. La madre mientras tanto miraba con empeño el muro azul celeste, intentando acaso descubrir entre los pliegues de una pared arrugada algo que le dijera: "Tú hija no ha naufragado." Pero nada, ni un eco traído de esa inmensidad azul.
Al día siguiente, cuando Carolina salió al colegio, su madre entró como una espía a su habitación con la consigna de inspeccionar todo, cada metro, cada centímetro, cada milímetro de aquel lugar. Así con esa obstinación que se finca en la incertidumbre, encontró detrás del armario un pez dorado. Ahí estaba sonriente y feliz, rodeado de plantas verdes pintadas con crayón, detenidas, para que no se fugaran del muro, con piedritas hechas de papel aluminio. La madre no supo qué pensar, se desarmó su capacidad para deducir, para intervenir en aquel asunto de pez. Sin remedio sintió cómo la marea le arrastraba a la cordura, y con lentitud nadaba en ese muro mientras observaba los ojos llenos de océano de ese pez. Y lo miró también desplazarse de un lado a otro, lo miró acercarse... buscó el jabón y la jerga para limpiar aquel desastre.
-Si mi hija quiere un pez, tendrá uno verdadero.
Como si la verdad pudiera comprarse en una tienda de animales.
Al llegar Carolina del colegio, sin detenerse a saludar a nadie, entró a su habitación abstraída por un mal presagio. Sí, un mal presagio. Buscó detrás de su armario y sólo encontró el muro raspado violentamente. Se tumbó en su cama, no pudo llorar. Su madre abrió la puerta, parecía una ola tranquila que busca la playa de una isla desierta, era una sirena que promete la luz y lleva entre sus escamas la noche, porque así la vio Carolina, oscura y siniestra. La madre se acercó con un pez dorado agitándose dentro de una bolsa de plástico.
-Es para ti. Tómalo.
Pero ella suspiró y buscó refugio entre las sábanas que la sepultaron como arena.
-No lo quiero. Llévatelo, no lo quiero.
La madre se encontró de pronto a la deriva. La cólera la invadió porque cuando se ha estado tanto tiempo sola entre el mar el horizonte se pierde, se pierde. Y con la violencia propia de quien no encuentra puerto sacó de la cama a Carolina y la obligó a tomar entre sus manos al pez.
-No lo quiero.
Decía la niña sosteniendo aquel sustituto. Entonces, al ver a su madre molesta e injusta, jalándola del brazo y diciéndole cosas que ella dejó de escuchar, sintió dentro de su cabeza una tormenta, se acercaba hiperviolenta para arrancarla del suelo. Era un huracán que le nacía con odio, no, con impotencia. Sí, eso fue la que la orilló a tirar el pez al suelo, patearlo, estrellarlo contra el muro azul celeste, y ver con sus ojos, esteros desmedidos, la agonía de aquel intruso. Su madre sólo pudo consolar su tragedia con una bofetada. Carolina sólo pudo recibirla y mirar a la sirena siniestra cerrar la puerta diciendo:
-Esto lo sabrá tu padre.
Sin importarle gran cosa, pues ya no había anclas fuertes en su vida, buscó entre sus cajones un crayón dorado y comenzó a dibujar peces sobre el muro azul celeste. Aquí y allá peces felices, displicentes. Aquí y allá nadando sobre la pared. Así pintó y pintó peces hasta que su padre la abrazó muy fuerte y la obligó a dormir.
-Si quiere pintar peces, déjala.
Dijo el padre.
-Ella no está bien. Tú no viste cómo pateó al pez que le compré.
-Déjala.
-No.
Al día siguiente Carolina no quiso desayunar y su padre fue quien la llevó al colegio. La madre entonces sacó los rodillos y los botes de pintura. Se armó de una fuerza indiscutible y en menos de tres horas pintó de verde el muro azul celeste.
-No más peces en esta casa.
Aquel verde a Carolina le hirió los ojos. Se tumbó en la cama y no pudo llorar. Después de un rato de tristeza encallada, se puso en pie. Buscó entre sus cosas un crayón negro y comenzó a pintar peces moribundos sobre ese verde porque se dio cuenta que todo era muerte y que todo estaba muerto.
Cuando su padre fue a buscarla, miró con agonía aquel verde que dejaba caer peces negros, como hojas de holocausto, al suelo. Peces que se sacudían asfixiados en las celosías de la habitación. Y tratando de no pisar aquella marea oscura sacó a Carolina de ahí.
Esa noche, mientras cenaban, los tres guardaron silencio, estaban de duelo...