No tenía ni idea
de qué escribir para retomar mi blog — que de pronto se ha
convertido en una bitácora casi personal de acontecimientos —, tenía pensado e
incluso ya redactada una columna sobre la violencia cotidiana. Sin embargo, no estaba
de humor ni me interesaba destacar o apedrear ningún producto en particular, ni
ponerme a discutir su calidad o no artística a propósito de una película
premiada en un famoso festival. Siempre se pueden hacer cosas maravillosas con
las tragedias de los otros, con la inmundicia personal, con el cinismo de los
políticos, con al enfermedad moral de un pueblo cada vez más enajenado por los
medios de comunicación, con la indiferencia de los consumidores y así hasta el
infinito. Hablar de una película como de una novela que se jacta de mostrar la
verdad verdadera—como si aquí en este país perdido acá de este lado del mundo
existiera la posibilidad de la
verdad aunque sea en sentido abstracto—, no me atrajo.
Además estaba abrumada por el trabajo, por los informes
académicos interminables, por la incertidumbre laboral de ese momento y no
tenía cabeza para infiltrarme en una reflexión sobre la violencia o cualquier otra
cosa. A punto de claudicar, abrí mi computadora para redactar una carta con mis
disculpas más elaboradas al editor, y que me encuentro a un amigo en el chat.
Él estaba con sus cavilaciones, con sus reflexiones en torno a ese dilema
contemporáneo de pertenecer o no pertenecer. Dejé de lado mi trabajo académico
de corte administrativo—llenaba un formato para la SEP— y me inmiscuí en el
asunto. Hablamos de si es conveniente pertenecer o no a un grupo literario, a
un movimiento, a un género. De si es posible que eso ayude a la visibilidad
como escritor, a consolidar la obra, a descubrirnos realmente. Discutimos sobre
lo penoso y reductivo de los encasillamientos en una determinada línea
literaria y de cómo algunos se sienten cómodos así, otros se molestan y luchan
por desmarcarse haciendo lo que no saben hacer sólo para sentir que están en
otra dimensión literaria, agradar a la critica y al canon tradicional—caray, si
hasta los inclasificables están en una categoría la de los inclasificables—. Él me preguntó así sin más, que si yo
estaba molesta porque me ubican como escritora fantástica o de pronto juvenil,
o algunos en la Ciencia ficción (aunque sólo he escrito dos cuentos con las premisas de ese género), o que
sí soy más cuentista o novelista (y ya sacando cuentas tengo más novelas que
libros de cuentos), o si mi vida
académica tiene más peso que la literaria. Y esto último, lo académico, me hizo pensar que ahí también
me dicen que sí soy de tal grupo o de ese otro (no estoy en ninguno soy
académica siempre digo), pero sí en un Cuerpo académico y gracias a ello tengo
apoyos económicos —estaba llenado esos formatos antes de la charla—. Y en
avalancha vertiginosa me di cuenta que pertenecemos queramos o no a algo. Nos
hemos vuelto pertenencia, se acabó la autonomía en el sentido más estricto, ya
no se puede ser o hacer en solitario nada ni avanzar en la vorágine social. Nos
hemos vuelto entes colectivos: cuerpos, generaciones, grupos, redes, asociaciones, clanes,
tropas, caravanas…
No es que no quiera pertenecer, me dije,
simplemente no quiero que eso me determine, me impida moverme, me instale en un
espacio de confort y me obligue a repetirme hasta el infinito en ese espiral
que los otros han diseñado para mí. No quiero ser un individuo cuya definición
dependa de su pertenencia o no a determinado grupo social, literario,
académico, familiar, económico, sexual, cultural, nacional... Ciertamente todo
está copado por las mafias grupales, por el poder de la asociación, sin embargo ¿No habrá un espacio en el
cual podamos estar un poco fuera de ese juego perverso que todos jugamos
convencidos o no? ¿Un lugar donde la inclusión/ exclusión sea materia concreta
y no esencia de todo? Y pensé en la escritura, mi único reducto, donde
—todavía— voy y vengo en catarsis absoluta, donde sigo siendo autónoma, donde
más allá de preocuparme por cumplir con un manifiesto literario o con la
exigencias de una editorial, agente literario o jefe laboral, sigo produciendo
lo que me apetece, cuando me apetece, sin preocuparme mucho por los títulos o
las etiquetas, sin buscar un devenir que no sea el propio. Al final mi amigo y
yo caímos en la cuenta de que hasta ahora ha sido así, y estamos liberados—por
lo menos yo lo pienso así— de la responsabilidad que siempre trae consigo las
clasificaciones o denominaciones que no nacen de una decisión propia.
No importa a que pertenezco si se a quien pertenezco: a mi misma y mi
historia. Eso me lo confirmó una llamada telefónica que recibí justo cuando la
conversación entre mi amigo y yo estaba álgida, era mi hermana que me
preguntaba si había recordado que mi padre cumplió 15 años de muerto. Lo
olvide. Sí, tan ensimismada estuve trabajando todo el mes para las necesidades
de todos los espacios o grupos a los que pertenezco que lo olvidé… Reproché mi
ausencia en las cosas importantes…
Mayo fue un mes extraño, por fin ha terminado, afortunadamente todo tiene
un fin tarde o temprano. Curiosamente un mes puede parecernos un año o incluso
una vida entera breve e intensa. Y justo me llegó esta reflexión sobre el
pertenecer cuando estoy cerrando ciclos, continuando otros, mudando de piel, de
casas, de conjeturas, para asentarme en la idea de llevar una existencia más
propia, más mía. La palabra pertenecer ahora la percibo como vaga, ambigua,
casi un paréntesis constante en la vida de los hombres, no significa
inmovilidad ni perpetuidad, está ahí y luego ya no, porque finalmente vamos, venimos
ajustándonos a las circunstancias. Y qué sabe nadie, sería muy bueno pensar que
somos tan fugaces como la pertenencia misma.